Desde que se puso de moda el término ‘Ciudades Inteligentes’, sus promotores han repetido hasta el cansancio que la tecnología no es un fin, sino un medio para desarrollar el concepto. Y cada vez son más insistentes en ello, pues algunas personas (ciudadanos y gobernantes) todavía creen que lo importante es invertir muchos millones de pesos o de dólares en tecnología y que ella sola se encargará del resto.
Creen, por ejemplo, que solo permitir los trámites en línea acabará con las colas o que solo instalar redes de semáforos inteligentes resolverá los problemas de tránsito. O que solo poner decenas de computadores en los colegios nos convertirá en un nuevo Silicon Valley.
Bogotá cumple hoy 481 años. Para aquellos que no han tenido la suerte de estudiar historia de Colombia en el colegio (como la tuvimos muchos mayores de mi generación), no sobra recordar que la ciudad fue fundada el 6 de agosto de 1538 por Gonzalo Jiménez de Quesada… ese, el de la historia de las 12 chozas y la misa celebrada por fray Domingo de las Casas. Y vamos a dejar ahí, para no desviarnos del tema central discutiendo la posterior fundación jurídica y otras refundaciones de la ciudad.
Durante años, a Bogotá se le conoció como la Atenas Suramericana por su gran desarrollo cultural; también se le reconoció por tener el español mejor hablado del mundo, una fama que fuera de nuestras fronteras se extendió a todo el país, a pesar de la gran variedad de ‘españoles’ que hablamos en nuestro territorio. Siempre hay quienes han dudado de la validez de estos reconocimientos, para los que –de cualquier manera– el presente de la capital ya no es el mejor sustento.
Y hoy, Bogotá tiene sobre sus hombros la responsabilidad de convertirse en un modelo de Ciudad Inteligente para América Latina. Con méritos más que suficientes, Medellín es el más duro rival de patio en la disputa por ser la ciudad más inteligente de Colombia. Pero la que cumple años hoy es Bogotá, de manera que, por esta vez, vamos a concentrarnos en ella.
La palabra misteriosa de hoy es…
Pero no vamos a concentrarnos en Bogotá para hacer el recuento de los puntos a favor que tiene para ser una Ciudad Inteligente. Vamos a concentrarnos en ella para decir que aquí, como en cualquier otra ciudad del país o del mundo, se requiere un ingrediente fundamental para que el concepto de Ciudad Inteligente se desarrolle como debe ser: ciudadanos inteligentes.
Y hablo de ciudadanos en general, no solamente de bogotanos –nacidos en Bogotá–, porque la inteligencia (o la falta de ella) no es patrimonio exclusivo de los que vimos la primera luz dentro de los límites de lo que hoy se conoce como el Distrito Capital. Una ciudad inteligente no puede existir si sus habitantes –hayan nacido donde hayan nacido– no participan en su construcción.
Pero participar no se limita a que sean tenidos en cuenta en las decisiones importantes para el desarrollo de la ciudad (para que puedan quejarse, si no están de acuerdo con algo), sino a que aporten a ese desarrollo. A que pongan el civismo –lo que durante los tiempos de Antanas Mockus se conocía como ‘cultura ciudadana’– al servicio de la ciudad.
Civismo… esa palabra lo resume todo. No hay que devanarse los sesos buscando explicaciones, razones o conceptos más elaborados.
Civismo: m. Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública.
Diccionario de la Real Academia Española.
¡Señor conductor, más velocidad!
Esa definición parece ser suficiente. Lamentablemente, los habitantes de Bogotá –bogotanos o no– estamos muy lejos de tener un comportamiento cívico. Cumplimos a rajatabla la premisa de que el bien común prima sobre el bien particular, siempre y cuando formemos parte del común: señalamos al que se cuela delante de nosotros en una fila o en una estación de TransMilenio, al que se pasa un semáforo en rojo y bloquea nuestro paso por la vía en la que la luz está en verde, al ciclista que transita por fuera de la ciclorruta; criticamos al motociclista que culebrea por entre los carros, al peatón que no cruza por la cebra, nos quejamos del vecino que pone el equipo de sonido a todo volumen…
Pero cuando somos ‘el particular’, no hay bien común que nos importe: aceleramos, en lugar de frenar, cuando el semáforo está en amarillo; hacemos fuerza para que el bus o el taxi en el que viajemos se pase en rojo todos los semáforos que sean necesarios para llegar a tiempo a nuestro destino, buscamos la manera de evitar cualquier fila; cuando vamos en bicicleta, atendemos la señal del semáforo que nos convenga (vehicular, peatonal o, de vez en cuando, el de las bicicletas); ‘apretamos la chancleta’ tan pronto vemos que un vehículo que va por el carril del lado enciende la direccional para avisarnos que se va a pasar al nuestro, no recogemos el excremento de nuestro perro, botamos basura al piso, fumamos donde está prohibido, dañamos las atracciones en los parques, ponemos el equipo de sonido a un volumen superior al que cualquier vecino puede soportar… sobornamos, violamos la ley porque ‘somos nosotros’.
Más acá de la tecnología
Cuando hablé sobre esta columna con el director de Impacto TIC, me mencionó varios casos en los que los ciudadanos no disfrutan las ventajas de las Ciudades Inteligentes. Uno de ellos fue el hecho de que la gente no aprovecha la posibilidad de hacer trámites en línea y que por eso los bancos todavía se llenan durante los últimos días para el pago del predial o del impuesto de rodamiento. Y sí, tiene toda la razón: esta es una forma de ‘desinteligencia ciudadana’ que desperdicia los beneficios de la Ciudad Inteligente.
Igual sucede cuando se pone un computador en cada pupitre, que no hace mejores estudiantes si los maestros no se capacitan o si en las aulas no se les da acceso a la Red. Como sucede en cualquier caso en el que la inteligencia ciudadana no se utiliza para sacarles el máximo provecho a todos los avances tecnológicos que se implementan como medio –no como fin– para que Bogotá sea una Ciudad Inteligente.
Pero a mí me preocupa más que los habitantes de Bogotá –bogotanos o no– no hacemos uso de una forma de inteligencia ciudadana tan básica como el civismo para apoyar la transformación de la capital en una Ciudad Inteligente. Mientras el civismo no sea parte fundamental de nuestro comportamiento cotidiano, da igual si nos apropiamos de la tecnología y hacemos uso de ella o no.
Queremos metro, pero si TransMienio falla, los habitantes de Bogotá todavía pensamos que la forma de solucionar el problema es bloqueando las vías y acabando con las estaciones a punta de piedra.
Claro, acá los inteligentes no solo deben ser los ciudadanos gobernados, sino también los que gobiernan. Administrado como TransMilenio, un metro tampoco aguantaría más de dos alcaldías… ¿qué vamos a hacer, entonces, cuando falle?, ¿también vamos a agarrarlo a piedra?
Mucho se ha dicho que las Ciudades Inteligentes y la Transformación Digital no son conceptos exclusivamente tecnológicos; que, de hecho, uno de sus principales componentes es el cambio cultural. Y en esa asignatura vamos mal… muy mal.
Si no cambiamos esa manera de pensar que nos hace creer que el bien particular prima sobre el bien común y que los problemas se resuelven a piedra, bala o cuchillo… bueno, esa manera de pensar no hay tecnología que la arregle.
Lo bueno del asunto es que el chip que hay que cambiar para que eso suceda está dentro de nosotros, en nuestro cerebro, en nuestro corazón, en el sitio en el que cada uno crea que tiene cruzados los cables del civismo. ¿Estamos dispuestos a cambiarlo? Deberíamos darle ese regalo a Bogotá en sus 481 años.
Imagen principal: Jcolivos (Pixabay).